Todos los seres humanos
pasamos por una serie de etapas a lo largo de la vida  que se han establecido por la mayoría de psicólogos
y estudiosos en el tema en: Prenatal, 
infancia, niñez, adolescencia, juventud, madurez y senectud. 
La primera, la prenatal,
es el periodo de tiempo que va desde la concepción hasta el alumbramiento. 
La niñez es el periodo  que se extiende  desde que cumplimos los seis o siete años  hasta  aproximadamente los doce. 
La adolescencia, es el
espacio temporal que  se extiende en el
ser humano desde los 12 años hasta los 18. 
La madurez o  etapa de adulto  llena el amplio espacio que se inicia a los 24
o 25 años  y finaliza a los 60 y… 
La ancianidad o senectud
es la última etapa que se extiende desde  los 60 años hasta el final de nuestra
existencia. 
Por supuesto que en cada
una de estas etapas podemos distinguir periodos o sub-etapas, pero no es la
intención de este artículo adentrarnos y profundizar en ellas.
Todo esto  lo podéis consultar con mayor profundidad si
os apetece en: 
Pero, hay una sub-etapa  dentro de la madurez o edad adulta, que si es la
que ha motivado o ha sido el motor de este artículo,  no viene recogida en tratado alguno que
conozca, y aparece  en la mayoría de los
individuos cuando éstos se aproximan a los 40 años. Durante esta etapa el ser humano
aprende a conjugar en todos sus tiempos  y ante cualquier tipo de situación, por muy
comprometida que esta sea, el verbo relativizar.  Debido a ello, la llamo: “la etapa de la relativización”. 
La etapa de la
relativización no es más que un estado de bienestar emocional. Relativizar,  según la real academia de la lengua, es
considerar cualquier  asunto o problema
bajo una óptica que atenúa su importancia.
Durante esta etapa solemos
quitar importancia a todo lo que sucede 
a nuestro alrededor,  minimizamos
los problemas, vemos lo positivo de cualquier situación, consideramos  lo material como algo que podemos usar y de lo
que podemos prescindir. Disfrutamos  con
la compañía de las personas,  del
paisaje, del lugar en el que nos encontramos, de las  cosas, del momento… pero sin sentirnos dependientes
pues  lo importante somos nosotros y las
personas que nos rodean y todo lo demás es accesorio. 
Valoramos el lugar donde
nos encontramos, el momento que vivimos y la intensidad con que lo vivimos  llegando a ver  nuestra edad como una de las causas
fundamentales de nuestro “saber hacer”, “saber estar”.
Durante esos años, llegamos
a decir tanto los de un sexo como los del otro, que nos encontramos en cada
instante vivido, “en el lugar idóneo, en
la mejor edad y en el mejor momento”. 
Lástima que esta etapa de
nuestra existencia  en la que anteponemos el
valor de ser sobre el valor de poseer y a la que llegamos cuando gozamos de
estabilidad tanto emocional como laboral,  se vea truncada por la aparición del fantasma
de la crisis. Alcanzamos esta etapa  una vez conseguidos gran parte de nuestros
objetivos y satisfecho muchas de las expectativas vocacionales y/o
profesionales a las que podemos  sumar la
riqueza de nuestra vida emocional y laboral que nos lleva hacia nuevos  proyectos y metas a alcanzar. 
Hoy día mirando a mi
alrededor  observo  no sólo a nuestra Nación-Estado, sino a otras
del continente Europeo, en la que a pasos agigantados va deteriorándose el
estado del bienestar, perdiéndose la estabilidad laboral,  debilitándose  y alterándose en nuestra sociedad ante  las presiones económicas nuestra escala de
valores que llevan a justificar a nuestros dirigentes sus iniciativas políticas encaminadas a primar  y mimar a las
instituciones en detrimento del ser humano. 
Las Instituciones fueron
creadas para ayudar, beneficiar y procurar el bienestar del hombre  y no para que pervivan a costa de éste. Todo
ello conduce a que  inexorablemente la  sombra de la miseria  vaya cayendo implacable como una gran espada
de Damocles sobre las personas y por ende sobre una infinidad de hogares.
Con desasosiego, veo, que
todas las etapas del desarrollo del ser humano sin ningún género de dudas se
van a ver afectadas negativamente por estas circunstancias y que en concreto esta
etapa, la que es objeto de este artículo, al pertenecer al campo de las
emociones en la que el ser humano de cualquier sexo, a esa edad madura, llegaba
a  relativizar,  pueda desaparecer.  
La incertidumbre e
inestabilidad  laboral no ofrece
seguridad, sino un futuro incierto en el que no se puede fundamentar esa
estabilidad emocional  donde se forjan y terminan por construirse los cimientos de la relativización. 


 
