Cuando quedamos atrapados por la sonrisa de un niño, por su inocente mirada, por sus tiernos balbuceos, una serie de inquietudes e ideas protectoras afloran a nuestro intelecto anhelando de algún modo que ese ser tan tierno pueda desarrollarse en plenitud tanto física como psíquicamente sin que llegue a ser pasto de alguna influencia negativa que lo dañe.
La mente del niño es como una película de gran sensibilidad, extremadamente impresionable, que a partir del hecho milagroso de la existencia, del paso que hay del no ser al ser, desde su ubicación en el seno materno, va a iniciar su desarrollo en respuesta a una serie de estímulos.
Al principio van a llegar a la mente de este nuevo ser para su procesamiento los propios sentimientos de la madre, sus inquietudes y ansiedades, sus estados de ánimo: alegría, tristeza, paz interior, felicidad o infelicidad... mezcladas con otras sensaciones. Entre estas cabrían destacar las lumínicas y sonoras todas ellas amortiguadas por la defensa que proporciona al aún no nacido, la envoltura que mantiene el nivel del líquido que contiene la bolsa en que se halla.
Después del trauma del alumbramiento, estos estímulos, mucho más directos van a contribuir a acelerar este desarrollo que tendrá en su entorno las primeras manifestaciones en el llanto, la sonrisa y algo más tarde en el balbuceo.
El llanto es el único modo que tiene el niño para reclamar el alimento y para manifestar cualquier sensación más o menos traumática o incómoda: escozor, dolor, malestar general...
La sonrisa y el balbuceo posteriormente, constituyen los primeros pasos en la comunicación del recién nacido con sus progenitores y con los objetos y juguetes que le rodean.
Este último, el balbuceo, aparece cuando supera los dos meses. Se da en algunos momentos en los que él mismo se sorprende con su voz, se recrea y gusta escucharse a la vez que manipula diversos objetos y muñecos que comienza a llevarse de modo impreciso a la boca para reconocerlos aún mejor.
Observando a este ser, totalmente indefenso que nos llena de alegría y nos hace aflorar toda la bondad, amor desinteresado, ternura... en definitiva los sentimientos más bellos y nobles que pueden surgir de un ser a otro ser. No puede uno ni siquiera imaginar el más mínimo atisbo de maltrato que pueda causarle algún daño ya sea éste, físico o psíquico; este último, más difícil de detectar pero incluso más traumático que el primero.
Cuidemos y vigilemos a nuestro niño/a sin que se nos note, sin llegar a ser sobreprotectores, luchando por una sociedad cada día más justa y culta en la que esté desterrada cualquier forma de explotación y que mime a todos sus miembros y los dignifique. Sociedad que anteponga la educación en valores y la familia en cualquiera de sus modalidades, permitiendo el contacto y disfrute mutuo y directo de padres e hijos sin horarios laborales y escolares que cercenen este derecho a otra en la que la competitividad pueda sumergirlos en el “horripilante todo vale” de una dura lucha por la supervivencia.
La mente del niño es como una película de gran sensibilidad, extremadamente impresionable, que a partir del hecho milagroso de la existencia, del paso que hay del no ser al ser, desde su ubicación en el seno materno, va a iniciar su desarrollo en respuesta a una serie de estímulos.
Al principio van a llegar a la mente de este nuevo ser para su procesamiento los propios sentimientos de la madre, sus inquietudes y ansiedades, sus estados de ánimo: alegría, tristeza, paz interior, felicidad o infelicidad... mezcladas con otras sensaciones. Entre estas cabrían destacar las lumínicas y sonoras todas ellas amortiguadas por la defensa que proporciona al aún no nacido, la envoltura que mantiene el nivel del líquido que contiene la bolsa en que se halla.
Después del trauma del alumbramiento, estos estímulos, mucho más directos van a contribuir a acelerar este desarrollo que tendrá en su entorno las primeras manifestaciones en el llanto, la sonrisa y algo más tarde en el balbuceo.
El llanto es el único modo que tiene el niño para reclamar el alimento y para manifestar cualquier sensación más o menos traumática o incómoda: escozor, dolor, malestar general...
La sonrisa y el balbuceo posteriormente, constituyen los primeros pasos en la comunicación del recién nacido con sus progenitores y con los objetos y juguetes que le rodean.
Este último, el balbuceo, aparece cuando supera los dos meses. Se da en algunos momentos en los que él mismo se sorprende con su voz, se recrea y gusta escucharse a la vez que manipula diversos objetos y muñecos que comienza a llevarse de modo impreciso a la boca para reconocerlos aún mejor.
Observando a este ser, totalmente indefenso que nos llena de alegría y nos hace aflorar toda la bondad, amor desinteresado, ternura... en definitiva los sentimientos más bellos y nobles que pueden surgir de un ser a otro ser. No puede uno ni siquiera imaginar el más mínimo atisbo de maltrato que pueda causarle algún daño ya sea éste, físico o psíquico; este último, más difícil de detectar pero incluso más traumático que el primero.
Cuidemos y vigilemos a nuestro niño/a sin que se nos note, sin llegar a ser sobreprotectores, luchando por una sociedad cada día más justa y culta en la que esté desterrada cualquier forma de explotación y que mime a todos sus miembros y los dignifique. Sociedad que anteponga la educación en valores y la familia en cualquiera de sus modalidades, permitiendo el contacto y disfrute mutuo y directo de padres e hijos sin horarios laborales y escolares que cercenen este derecho a otra en la que la competitividad pueda sumergirlos en el “horripilante todo vale” de una dura lucha por la supervivencia.